MI CALLE

Recuerdos de una niñez feliz en el corazón de barrio Gallego.

Cosas Nuestras13 de octubre de 2021juan carlosjuan carlos
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Uno podrá recorrer el mundo, tendrá la chance de caminar sendas distintas por otras ciudades, se le brindará la posibilidad de conocer lugares hermosos y de los otros. Pero nunca, nunca olvidará su calle. Su casa de infancia. El paisaje donde se reflejó durante los primeros años.

Yo fui, soy y seré siempre de barrio Gallego. Por más que los planos y los cedulones de impuestos se empeñen en decir que formo parte del inmenso y variopinto barrio Pellegrini. Por pertenencia, por sentimiento y por historia, soy del Gallego.

Vi la luz allí donde nace la Mansilla al borde de la Lucas V. Córdoba. Soy de la época en que más allá de la esquina todavía era de tierra y baldíos sobre la Ferrer Moratel. Campitos llenos de espacios donde planificar canchas  patear las pelotas que eran de cuero cuando llenábamos el álbum de figuritas.

Bueno, ¿ya nos ubicamos? Como verán, mi zona ha cambiado bastante. Mi calle empezaba en casa, justo en la esquina. Al frente vivían los Giménez. Roberto, que era repartidor de Samuel Díaz y Doña Paca. Al lado, los Vidosa. El “Tiqui” y la Rosa. Por la misma vereda, Don Sansone y su familia. Lo recuerdo gordo y malhumorado. Era jardinero de profesión, según recuerdo. Con él vivían José y la “Techa”, que desde algún lado del cielo me estarán leyendo.

Hasta ahí, mitad de cuadra. El resto pertenecía a la Nona y al Nono López. Dueños de una quinta muy buena para proveerse de granadas y mandarinas. Además, tenían la vereda más preciada de la zona: de tierra, parejita y con sombra. Servía para jugar a las bolitas, pasarnos horas tirándole al ladrillo para ganarnos unas etiquetas y para improvisar arcos mientras jugábamos al fútbol en la calle.

nono y nona lopez (Omar Martín)

                                         El Nono y la Nona López, imposible no recordarlos en el barrio

Al frente... a ver si me acuerdo... estaba la casa de Don Forte, un gringo de los de antes que tenía huerta al fondo y pileta que nunca recuerdo con agua. Luego, lo de Pérez. Raquel era buena para curar el empacho. En la esquina estaban los Perna, que tenían un Renault Dauphine celeste impecable que usaban solo para dar la vuelta a la manzana.

¿Más vecinos? Bueno, vivían a la vuelta por un lado o por otro... sobre la Centenario (hoy se llama Illia) estaban los Albornoz, por ejemplo. Y “Paco” Fernández, con su esposa “la Nena”, los Arana. Por la Lucas Córdoba, Doña Matilde tenía sus lechugas y sus tomates del otro lado del alambrado, justito donde siempre se nos iba la pelota cada vez que jugábamos en el patio de Vidosa. Algunas volvían, otras... Más allá los Muchelli, los Tejeda, los Chavero, los Ramos...

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Perdón por todos los apellidos que reconozco faltan... Esta pintura no pasaría de ser una mera descripción si no hiciera referencia a experiencias de vida. Entonces, me detengo en la barra de amigos. Hago un alto en los chicos que cada hora, cada día nos embarrábamos jugando al fútbol, recorríamos veredas con los autitos, coleccionábamos figuritas, nos peleábamos y nos reconciliábamos.

Recuerdo entonces al “Bocha” Vidosa, a “Pepe” Giménez, a Jorge Znidarsic (que era el más chico de la barra), a Rafael y José Muchelli, a Luis Chavero, Horacio Ramos, al “conejín” Albornoz (a su hermano mayor le apodaron “conejo” y el alias fue pasando de hermano en hermano hasta llegar a Oscar, el menor).

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Con todos ellos y con algunos otros que a veces se sumaban por proximidad geográfica o simplemente porque pasaban por allí, veían juego y se quedaban, transité hermosos años de mi vida. Con ellos fui a pescar al Tajamar, jugué al fútbol en el Parque del Sierras, desmonté baldíos para instalar canchas, preparé autitos cajón a ruleman que hacíamos bramar en la bajada de la Centenario y terminamos convirtiéndonos en los dueños de los odios de cada siesta cuando los gritos no permitían dormir a nadie.

Cada carnaval nos atrincherábamos en los zaguanes con baldes llenos de bombitas esperando por las chicas que iban al almacén de mis padres o a la heladería de los Najle.

Los fines de año nos encontraban tirando cohetes sobre veredas que por ese entonces estaban tapizadas de negro por las juanitas que se metían en cada parte y malolían la ropa. ¿Dónde se habrán ido las malditas que ya casi no hay? Los veranos los sufríamos bastante, hasta que decidíamos ir a la pileta del Parque Infantil o a la Olímpica. La otra opción era una de lona en la casa de José Luis, que no siempre estaba disponible.

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Recuerdos de veredas de tierra. Memorias que nunca se perderán de mi vista porque están grabadas a fuego en el corazón. Frentes de cal de un barrio de laburantes. Amigos, vecinos, los que siguen estando, los que se fueron, los que no se irán nunca. Mi calle, mi barrio. Mi vida.

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