IGNACIO, EL PEQUEÑO GRAN HOMBRE DE LOS MÁS RICOS PASTELITOS

Hombre pequeño, casi diminuto, fue convirtiéndose en un enorme personaje urbano que transitó las calles de Alta Gracia munido de su enorme (en realidad al lado de su figura todo parecía enorme) canasta de mimbre, vendiendo los más ricos pastelitos que jamás se hayan probado por estas tierras.

Personajes 16 de julio de 2020 juan carlos juan carlos
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A la hora de los personajes, este Ignacio llenaba todos los casilleros posibles.

Hombre pequeño, casi diminuto, fue convirtiéndose en un enorme personaje urbano que transitó las calles de Alta Gracia munido de su enorme (en realidad al lado de su figura todo parecía enorme) canasta de mimbre, vendiendo los más ricos pastelitos que jamás se hayan probado por estas tierras.

Ignacio, tucumano él, terminó aquerenciándose en Alta Gracia. Adoptó esta ciudad como propia, y la gente de acá terminó tomándolo como uno de los suyos. Hasta tolerándolo y “haciéndole el aguante” en sus últimos años, cuando su estado no era el mejor y dejaba de lado los pastelitos para dedicarse al vino.

De no ser por su profunda y marcada tonada que evidenciaba sus orígenes norteños, nadie hubiera podido decir que no era hijo de estas tierras.

Conocer cómo fue su vida es desentrañar un entramado de momentos que incluye anécdotas, historias, momentos lindos y de los otros. Incluso alguna que otra sorpresa, como conocer sus orígenes, o saber de sus affaires sentimentales. En fin, que Ignacio fue todo un personaje urbano en una ciudad que lo veía caminar sus calles a diario.

El arroyo Chicamtoltina, el Parque Infantil, las festividades de la Virgen o las fiestas cívicas eran sus puntos de venta a la hora de ofrecer su dulce mercancía.

Tuvo un nombre y varios apodos. Cada uno seguramente lo recordará de una forma distinta.

Historias y más historias

La charla sobre Ignacio la mantuvimos con Susana y con sus hijas Maríaluisa y Mónica. Ellas fueron las dueñas de la casa donde Ignacio vivió como uno más de la familia, siendo a la vez uno de los que aportaban con su trabajo, al pan de cada día.

Ignacio fue pequeño de estatura, pero detrás de él hay una gran historia que incluye protagonistas de todo tipo. Desde un tigre hasta oficiales de policía. Absolutamente todo.

Del Jardín de la República

En su DNI figuraba, completo, su nombre: Ignacio Melitón Calderón. Por más que la inventiva popular (y encima en Córdoba) le pusiera mil y un sobrenombres. “Mínimo”, “Aguja”, “Pastelito” fueron algunos de los apodos que cargó hasta sus últimos días.

Ignacio era tucumano, ya lo dijimos. Y con una historia bastante particular de la que poco le gustaba hablar, pero que su familia “adoptiva” se enteró por una tercera persona.

De muy jovencito, se fue de su casa y salió de gira formando parte del staff de un circo, con quienes recorrió buena parte del país, y nunca quiso volver a su tierra. “En el circo, cuidaba un león. Cómo sería de maldito que dicen que el león le tenía miedo. Eso lo contaba el amigo de mi papá”.

Así pasaron unos cuantos años hasta que recaló en Córdoba

“Ignacio llega por el lado de mi papá, Martín Guzmán que era muy amigo de un hombre de Córdoba que lo tenía viviendo en su casa. Este hombre estaba muy enfermo y le pidió que cuando él muriera se lo trajera a Alta Gracia porque sabía que los familiares no lo querían. El hombre lo quería mucho y lo cuidaba porque era muy servicial. Así fue como llegó a Alta Gracia allá por el año 1960 o 1961. Así llegó Ignacio a nuestras vidas”, relata Maríaluisa.

“Muchos pensaban que Ignacio era el esposo de mi mamá, y nada que ver”, sigue contando. “Vivía con ella (con nosotras) en la casa, y cuando él llegaba tomado, mi mamá lo retaba. Entonces discutían y peleaban a los gritos. Imaginate, ¡mi mamá que no era de arriar así nomás y el petizo que tomado, insultaba a todos sin importar si eran amigos o no!”.

Y es que Ignacio era ateo y lo hacía saber. “A la hora de los insultos no se salvaban ni Dios ni la Virgen…”, se ríe Maríaluisa, recordándolo.

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En Alta Gracia

 Al principio, la familia de Susana vivía en calle San Martín y 3 de febrero, en el barrio Sur. Más tarde, cuando Martín puso un bar frente a la placita de barrio General Bustos, se mudaron todos a aquel sector de la ciudad.

Los últimos años (unos cuantos) los vio a todos -Ignacio incluido- viviendo en la primera cuadra de calle Lepri, cerquita del Tajamar.

Allí, vivía al fondo, donde tenía su pieza. “Durante el día estaba con nosotros. Era uno más de la familia. Nosotros éramos su familia. Salíamos a pasear juntos, las fiestas las pasábamos juntos, en su pieza solo estaba a la hora de dormir.”, recuerda Susana.

Ignacio tenía dos personalidades. Cuando no estaba tomado, era un ser humano agradable, amable, fiel como pocos. “Me defendía a muerte, me protegía. Era muy fiel. Si alguien entraba a la casa no quería que le tocaran nada. Si yo no estaba, no dejaba entrar a nadie. Ni siquiera a mis hijas”.

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Canasta al hombro

Su imagen con la canasta era algo clásico. Casi que no podían entenderse lo uno sin el otro, en una simbiosis admirable.

Susana y Maríaluisa eran las responsables de aquellas exquisiteces que vendía Ignacio.

“Más de una vez, hasta los canastos nos ha perdido. Eso sí, nunca perdía la plata. Eso no lo perdía nunca”.

Vendía por distintos lugares donde ya tenía su clientela. Recorría el arroyo de una punta a la otra y años antes, cuando el físico se lo permitía, vendía en el río, sobre todo en Los Aromos.

“Para el Día de la Virgen era una locura lo que vendía, por ejemplo. Ignacio se levantaba siempre bien tempranito, se quedaba con nosotras mientras hacíamos los pastelitos y salía a la calle a venderlos”.

En sus últimos años, Ignacio ya no vendía pastelitos. Su salud no se lo permitía. Muchas veces salía a la calle y de bien que estaba se perdía o se caía en la vereda, víctima de ataques de epilepsia. Ello, sumado al alcohol, hicieron eclosión un tiempo después.

En Los Aromos, ya en los últimos años, una señora lo llamó para comprarle pastelitos y él, ni lerdo ni perezoso, le dijo: “si quiere comprar, venga usted”. No, definitivamente en sus últimos tiempos, ya no estaba bien...

Ateo y peronista

Ignacio era un ateo declarado y un peronista confeso. En las fiestas de fin de año cuando había turrón para comer, no quería porque decía que tenía hostia recubriéndolo. Hombre de puteada fácil, no dejaba santo sin mencionar cuando se enojaba y vociferaba sus improperios.¡“Viva Perón, Carajo!” fue para Ignacio un grito de guerra a voz en cuello por las calles. Que obviamente le costó unos cuantos disgustos y varias noches de calabozo. “El se chupaba y se iba hasta la puerta de la comisaría a insultar a los policías en la cara. Entonces, lo metían preso por un rato, por una noche. Los policías terminaban comiéndole los pastelitos. Eso si, la plata de lo que había alcanzado a vender la escondía bien y siempre la llevaba a la casa. En los últimos tiempos cuando se chupaba, ni la policía lo quería. Lo metían preso y al rato lo traían a casa porque de tanto gritar no dejaba dormir a los otros presos. Ni los policías lo aguantaban. Ya ni preso lo querían”.

“Cuando estacionaba un móvil en la puerta decíamos: ahí lo traen a Ignacio”, agrega.

Hablando de honestidad: “Nunca le faltaba la plata de los pastelitos que vendía. Una vez, sin embargo, no cerraban las cuentas y lo siguieron para ver qué travesura hacía. Fue cuando descubrieron que iba a la casa de la “Tolola” y le regalaba los pastelitos…" obvio que se lo dejaron pasar entre las sonrisas de todos…

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Ignacio, de entrecasa

Los recuerdos de las mujeres que lo cobijaron en su casa, son coincidentes. “Era fiel con la mami. Nunca tocó nada que no fuera suyo. Si alguien llegaba a la casa, iba detrás de ellos vigilando que no tocaran nada”

Tomado, era capaz de insultar a quien fuera, incluso a Susana. “Eso sí, fresco era un señor. Educado y respetuoso. Una vez le hicieron una broma fea diciéndole mamá había muerto y llegó a casa llorando, muy dolido. Así la quería”, se apuran en agregar al definirlo.

Bañarse no era una de las actividades favoritas de Ignacio. Más de una vez se duchaba obligado por la gente de su casa. Incluso alguna vez lo espiaron y vieron que estaba con un paraguas bajo la ducha. “Pero murió limpio. Aquel día, entre puteadas, se había bañado y así se fue”.

Falleció en su cama, en su piecita. Murió de hombre grande que era, murió de tener un físico baqueteado por la vida. Fue allá por el 2002, cuando dicen, contaba algo así como 77 años…

 Galería de personajes

No hay muchos registros fotográficos de Ignacio. Apenas un par de fotos y un excelente retrato realizado por el gran Valdo Rugani. No mucho más, todo lo demás son imágenes que han quedado grabadas en la memoria colectiva de los habitantes de la ciudad. Ignacio, como “Culacho”, Zacarías, Israel, Pajarito loco, la Tolola, el autito loco, o el Pava Negra, forma parte de una querida galería de personajes urbanos.

En su caso, puede afirmarse que más allá de sus problemas de alcohol, fue un buen tipo.

Y no es poco a la hora definir a una persona.

Foto principal: Norberto Lorenti

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