Masilla y penicilinas

Jugar a los autitos rellenos con masilla y con gomas de tapas de penicilina fue uno de los pasatiempos preferidos de nuestra niñez de barrio.

Cosas Nuestras 03 de septiembre de 2021 juan carlos juan carlos
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De chico, mi mamá me llevaba a colocarme inyecciones a lo de Mario Celi. No me pregunten por qué, pero cada vez que había que “pincharme” mi amado trasero, terminábamos allí. Estaba en la esquina de Chile y Paraguay, un lugar que inconscientemente trataba de esquivar en salud y enfermedad.

Pero bueno, uno era chico y no tenía más remedio que aflojar ante la necesidad de la tan temida inyección. Entonces, valor... y aguante. Luego del susto y de la poca grata sensación de verse ultrajado en el más íntimo de su amor propio, venía el “mangazo”.

¿De qué hablo? Bueno.... resulta que por aquella época (¿seguirá siendo así?) los frasquitos de medicamentos venían con una tapa de goma. ¡Si! ¡Acertaron! Las famosas “penicilinas”, como genéricamente denominábamos a esas tapas de caucho que pedíamos en las farmacias y a los doctores.

Las “penicilinas” parecían haber sido fabricadas justo para nosotros. O mejor dicho, para ser utilizadas por todos los que teníamos autitos de plástico y nos gustaba correr carreras, prepararlos para la competencia.

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El procedimiento era sencillo: lo primero que había que conseguir era que nuestros padres nos compraran un autito. No eran muy caros, tenían que ser de plástico blando, no de los duros que no servían y si se rompían pasaban a la caja de lo que no se usaba más.

Una vez con el auto en nuestro poder, había que “prepararlo”. Tijera o cortapluma en mano, se le habría una compuerta en su parte inferior, en su chasis. Por allí introducíamos una buena cantidad de piedritas junto a la masilla que le robábamos o le pedíamos a nuestros viejos. Cuando estaba bien lleno y el auto era pesadito, llegaba el momento de los neumáticos.

Por lo general, las ruedas originales no eran buenas. Mejor las “penicilinas”. Entonces, se procedía al cambio de cubiertas. Por lo menos las de atrás, si no alcanzaba para las cuatro. A veces, cuando los ejes escaseaban, se usaban palillos, que con el peso del auto relleno solían partirse en mitad de competencia. Pero bueno, eran accidentes mecánicos a los que se estaba expuesto...

El auto ya estaba listo. Es más, pertenecía a una escudería particular que debía competir mano a mano con las de los amigos de la cuadra en carreras inolvidables. Allá por donde nace la Mansilla en barrio Gallegos teníamos varios circuitos.

El primero, el más tradicional, era el mismísimo cordón de la vereda. Con sus rectas interminables y sus bajadas hacia la calle. Los autitos no tenían que doblar. Si doblaban, se te iban. Si se te iba, volvías al fondo de la grilla.

Pero los circuitos de autos de mi niñez ocupaban también otros espacios. Eran épocas de patios grandes, como el del “Bocha” Vidosa. A la sombra de un gran nogal trazábamos un circuito espectacular con accidentes geográficos y todo. O en mi casa, donde combinábamos cemento y tierra en un rally todo terreno.

Eramos mi hermano y yo. El “Bocha”, José Luis, Jorge y algún que otro invitado los que competíamos con nuestras escuderías bien afiladas. Y cuando no corríamos, todo era mejorar y arreglar los autitos. Que un poco menos de peso, que un poco más de masilla, que conseguí estas ruedas para adelante, que... ¡no se dan una idea lo bueno que estaba un Torino blanco que tuve durante muchos años!.

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Ah... a los autitos no se valía arrastrarlos, había que darles impulso y no hacerles “acompañadita”. Por eso, el tema requería cierta muñeca. No era para cualquiera tener un auto de punta por aquellos tiempos.

¿Dónde habrán ido a parar todos mis autitos? ¿Y los de mi hermano? ¿En que pista estarán corriendo carreras por estos días? Estoy seguro que en algún lugar, en algún sitio todavía estarán siendo preparados por algún pibe que sueña con ganar la carrera y ser el mejor de la cuadra.

 

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