¿Te acordás cuando jugábamos a las etiquetas?

Aquellos simples y hermosos juegos de nuestra niñez.

Cosas Nuestras17 de enero de 2024juan carlosjuan carlos
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No hacían falta muchas cosas para divertirse, allá por los albores de los setenta, cuando para contar nuestros años nos alcanzaba con los dedos de las manos. 

Un baldío, una vereda de tierra (cada vez quedan menos), unas piedras, un poco de libertad y un montón de sueños eran suficientes para pasarla muy bien.

Amigos de la cuadra, barra del barrio. Equipo de fútbol en cualquier campito. Juegos simples de chicos sencillos, hijos de un barrio de laburantes.

Juegos había un montón por aquellos años. Ya habían quedado atrás algunos de los que jugaban nuestros padres en su niñez, pero nosotros habíamos adoptado algunos, e “inventado” otros.
Tiempos en que los cordones de las calles permitían ser utilizados como pistas de carrera para autitos de plástico rellenos de masilla y con ruedas de tapas de frascos de penicilina (era increíble cómo andaban esos bólidos que preparábamos con todo esmero en el “taller” que teníamos en casa.
O aquellas veredas de tierra de las que hablamos, que con poco se convertían en escenario de memorables partidas de bolitas, en todas sus modalidades.

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Ni qué hablar a la hora de coleccionar figuritas, y de jugar con los amigos para intentar llegar a casa con los bolsillos llenos figus ganadas a la “arrimadita” contra la pared de la casa del vecino mientras no importaba si el sol te partía al medio.

Tiempos en que todavía podía jugarse a la pelota en la calle, porque los autos no abundaban y las ganas de divertirse hasta que se hiciera de noche, era un bien necesario.
A veces, nos convertíamos en verdadero mecánicos construyendo nuestros autos a rulemanes. Y la calle era nuestro autódromo cuando la velocidad te ganaba y lo único que tenías para frenar eran las Pampero que te había comprado tu mamá (y que te había pedido que cuidaras).

Pero en esos tiempos hubo un juego maravilloso que -como todo buen juego que se precie tal- tenia sus reglas propias: las etiquetas.

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Jugando a las etiquetas

¿Te acordás del juego de las etiquetas? A vos, te pregunto... a vos que como yo, casi pisás los sesenta o tal vez los pasaste... si habré mirado hacia el piso buscando etiquetas de cigarrillos, para luego abrirlas, desarrugarlas y doblarlas prolijamente.

Tiempos en que había muchísimas marcas en el mercado. Y todas, para los jugadores empedernidos, tenían un valor asignado. Que no figuraba en ningún reglamento escrito, pero que todos conocíamos a la perfección.
Las de Jockey Club valían poco... por aquello de la oferta y la demanda que más tarde nos explicarían en el colegio... las de Comander eran raras y equivalían a cuatro o cinco de Colorado... o a tres de Particulares.

Mi tía (Lía, te recuerdo con cariño), me acuerdo, fumaba unos mentolados llamados Vía Apia, que casi no se conseguían. 
¿Saben lo que valía cada etiqueta de esas?

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Jugar con reglas

El juego de las etiquetas tenía un reglamento. Digamos que podían jugar todos los que quisieran, no había límite alguno más que la disponibilidad de elementos para apostar.

¿Qué se necesitaba? Un ladrillo que tomábamos prestado de la obra de la otra cuadra y una baldosa que despedazábamos para tener qué arrojar.

Pero... Vamos al juego para aquellos que no lo recuerdan, o no lo conocieron. 
Debajo del ladrillo, colocado en forma vertical, se ponían las etiquetas apostadas, de acuerdo a lo acordado de antemano.

Unos cuantos metros más allá (la vereda del “Nono” López en la calle Mansilla era larga y arbolada, recuerdo) se trazaba una línea. El primer movimiento consistía en enviar nuestro pedazo de baldosa lo más cerca posible de la línea. El que quedara mejor ubicado tendría prioridad para intentar derribar el ladrillo.
Lo demás era simple. Tirábamos contra el ladrillo desde la raya antes mencionada y aquel que lo derribara, se quedaba con el “pozo”.

Simple, sencillo, como las tardes de la niñez cuando éramos menos computarizados pero más soñadores.
Hoy ya no se juega “a las etiquetas”. Es más, recorro las calles de mi ciudad y veo cada vez menos chicos jugando libres. Son otros los tiempos, otros los riesgos y muy distinta la forma de divertirse.
Que no significa que sea mejor ni peor que aquella que conocimos.

Pero algo me queda claro: aquellos juegos de nuestra niñez nos enseñaron a ser libres, a competir con códigos, a acostumbrarnos que ganar o perder forma parte de la hermosa historia de vivir.
¡Y qué felices que supimos ser!

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