Una golosina para el alma: aquella fábrica de “Gallinitas”
Hace más de 50 años, Alta Gracia tuvo entre sus empresas locales, una que marcó la infancia de varias generaciones. Las “gallinitas” Pio Pio fueron marca registrada en el paladar de muchos, y un auténtico ícono de emprendimiento altagraciense.
Comercios con historia08 de septiembre de 2023juan carlosHace más de 50 años, Alta Gracia tuvo entre sus empresas locales, una que marcó la infancia de varias generaciones. Las “gallinitas” Pio Pio fueron marca registrada en el paladar de muchos, y un auténtico ícono de emprendimiento altagraciense.
La memoria popular la recuerda como “la fábrica de Gallinitas” Pio Pio. El relato de quien fuera su dueño, Hugo Pugliese, nos hará ver que aquel emprendimiento bien local, bien Alta Gracia, fue mucho más que eso. Pero vamos por partes…
“Antes de las gallinitas empezamos con las mielcitas, en una piecita en calle Mansilla. Eran esos sachets chiquitos que se vendían en tiras. Yo luego empecé a trabajar en Terrabusi y en ese interín, empezamos a hacer las gallinitas.
Pero Hugo sigue recopilando datos; “Los inicios se remontan a unos 50 años atrás. La fábrica de gallinitas la empezamos en un galponcito al fondo de casa. Al principio fue un parto que solo un loco como yo podía encarar. Era un proceso muy artesanal que de arranque nomás hizo que tuviera 15 chicas trabajando en la fábrica. Nos contó muchísimo encontrarle la vuelta, hasta que lo logramos a puro ensayo y error”.
Hugo nos contó de un amigo de apellido Sosa, que había sido cocinero de Arcor y que se había apartado de esa empresa, y que le enseñó lo básico. Pero eso no alcanzaba...
“Con el tiempo fui inventando algunas maquinitas que fueron facilitando el proceso. Tuve que aprender desde mecánica, ingeniería y hasta química para poder llevar adelante todo. Con el tiempo fuimos reduciendo tiempos de fabricación y llegamos a hacer hasta 50.000 gallinitas por día. Y no hacíamos más porque no nos daban los espacios ni las máquinas”.
Pero, ¿cómo fue ese proceso?
“Nada fue sencillo a la hora de aprender. Una vez fabricadas, pasaban a unas bandejas para continuar con el proceso, cuando los materiales llegaran al punto justo. Y luego más pasos artesanales hasta que la gallinita estaba lista para la venta. Nada fue sencillo ni mucho menos”.
50.000 gallinitas por día
Para hacer funcionar una golosina tan chica y tan barata había que hacer cantidad. Así sí rendía.
“Nuestro mercado estaba en casi todo el país. Por ejemplo, cuando hacíamos la gira de venta arrancábamos para Jesús María y el norte de la provincia y seguíamos por Santiago, Tucumán, Salta, Jujuy, bajábamos por Catamarca y La Rioja y volvíamos por Carlos Paz. Además, otras provincias también. Llegábamos hasta las cataratas y hasta Bariloche, por decirte.Una semana salía el vendedor y a la siguiente íbamos con dos colectivos para entregar. Teníamos dos coches de esos “camellos” que usaba la Chevallier. Había que cubrir una cifra importante de ventas para cubrir los gastos. Fue algo de mucha perseverancia. Si no, nadie hubiera aguantado”.
Al poco tiempo, la ganancia que Hugo tenía en Terrabusi quedó reducida a nada con lo que ganaba con la fábrica. “Llegamos a tener hasta 45 chicas trabajando, más los preventistas. Con el tiempo nos fuimos ampliando a un galponcito más grande al fondo de casa. Allí pusimos las nuevas máquinas para los otros productos que empezamos a hacer”.
Más que gallinitas
“Arrancamos con los heladitos de invierno. Después los bocaditos bañados en chocolate. Hacíamos hasta los envases. Se fueron sumando muchas otras golosinas como los alfajores (que no anduvieron), los bombocitos de licor bañados en chocolate, el chocopito (una tapita de alfajor con un chorro de dulce de leche y bañado en chocolate).
Y no nos olvidemos de los juguitos en sachet, que fueron todo un éxito. Si hacía 50 mil gallinitas por día, llegué a hacer 100.000 juguitos diarios. Fue una cosa de locos. No creo que haya habido otro producto con ese nivel de ventas. Me lo pedían de todos lados y llegué a tener hasta 7 máquinas “sacheteras” para poder dar abasto. Y de mayor tecnología, claro. En este caso, también fue ensayo y error hasta que logramos hacer andar las máquinas nuevas y empezar a producir. Desde marzo a agosto yo vivía de los demás productos, desde setiembre u octubre, me dedicaba a los jugos (había cinco gustos: naranja, frutilla, limón, ananá y cola). Había que trabajar las 24 horas porque la temporada de juguitos era muy corta y había que hacerla rendir al máximo”.
De mudanza
“Como ya no cabían más las máquinas en el galponcito, me fui a la esquina de Dalinger y Lepri. Le compré el lugar a Danilo Bonamici, que tenía ahí su taller. Ahí estuve hasta que me fundí totalmente, en 2001. Algunas de las chicas pasaron a trabajar para quien me compró la fábrica, otras se quedaron sin trabajo, pero todas cobraron lo que debían cobrar. Me quedé sin una moneda, pero nadie salió perjudicado. Como fuera, pagué a todos y me tuve que reinventar”.
Del dulce a la madera
“En calle Agustín Aguirre estuve a punto de instalar un autoservicio de golosinas, pero de pronto me decidí por otro rumbo. Me dediqué a hacer molduras de madera. Vendí un auto, pedí un crédito y compré una máquina. En poco tiempo, y con 5 empleados, gané más que en toda mi vida. Tenía el galpón en la calle 24 de setiembre, pasando el puente”.
Una fábrica, una vida
Por la fábrica pasaron muchas chicas como Niní Fraga, Rosita Oro y muchísimas otras que la memoria no alcanza a contener.. “Mi preventista era un vendedor impresionante, que era José Persichelli. Otro que me vendía y bien, era Saturnino Mateo Gómez”.
Pero en todo buen negocio existen algunos secretos...
“El secreto de todo esto fue tener productos que no competían con nadie. Las grandes fábricas no los hacían porque era casi todo artesanal. No tenía ninguna competencia. Era la forma más difícil de hacer, pero lo más sencillo de vender. Siempre les decía a los vendedores que “los comerciantes chicos, para nosotros eran los grandes”.
Hoy, a más de dos décadas de haber vendido su fábrica Hugo Pugliese recuerda una y mil anécdotas de los primeros y duros tiempos de su emprendimiento. “Yo elegí la más difícil y mal no me fue.”, nos dice mientras se apoya en la compañía de siempre de Elisa, su esposa.
“Y pensar que todo lo empezamos junto a ella y una ollita...”
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